BOCHORNOS
Una de las cosas que, decididamente, tengo que superar -no sé si te lo he dicho-, es mi exagerado miedo al ridículo. Te explico. Ya sabes que, en tanto que gata, tiendo a mostrarme esquiva, distante incluso. Forma parte no sólo de mi carácter, sino de la idiosincrasia de la especie. Y no es que yo lo diga. Se sabe desde tiempos inmemoriales.
Como no soy un perro, no tengo demasiadas oportunidades de quedar en evidencia. No ladro inútilmente a cualquiera que pase por delante de casa, no me tiro encima de un pisotón el plato de la comida, no voy manchando de babas por donde paso. Me gusta, en suma, mantener las distancias, permanecer en mi sitio. Prestigiarme, en una palabra.
Lo malo es que, a veces, como a todo el mundo, me ocurren cosas que querría evitar, porque luego me dan ganas de que se me trague la tierra. Como hace un rato, sin ir más lejos. Lo cuento aquí a modo de terapia, para no dejármelo dentro -me lo aconsejó mi madre: no te guardes las cosas para ti, cuéntalas-. Resulta que, chafardeando, he encontrado en el trastero una bolsa de plástico de ésas que les dan a los panolis en el supermercado. No sé cómo me las he gobernado, que he acabado metiendo la cabeza por una de las asas, y no había manera de sacarla: la bolsa me quedaba colgando por encima del lomo, con la abertura en dirección hacia delante.
Y a mí, no se me ocurre otra cosa que echar a correr, para ver si, con el impulso y la velocidad, la bolsa se me desprendía del cuerpo. Nada más lejos de la realidad: al yo correr, la bolsa se ha ido hinchando, de forma que, pasillo adelante, sólo debía verse una especie de globo de colores que avanzaba hacia el comedor. Y además, como la física no perdona, un efecto freno que te cagas. Por más que corría, apenas conseguía avanzar. Qué situación tan humillante.
Los panolis, que me han visto, han empezado a descojonarse. El calvo, llorando de risa, que si parecía un avión militar de ésos que aterrizan frenando con un paracaídas. Imagínate cómo me he sentido. Para qué contarte.
Al final, he conseguido quitarme la bolsa de encima. No voy a colgarme medallas: me he metido debajo del sofá. No he tenido valor de dar la cara. Las vergüenzas prefiero pasarlas en la intimidad.
Voy a tardar en recuperar mi autoestima después de este desagradable incidente, pero pienso conseguirlo. Para empezar, a la hora de la cena saldré dignísima y haré como que no ha pasado nada. Igual ya ni se acuerdan.
Como no soy un perro, no tengo demasiadas oportunidades de quedar en evidencia. No ladro inútilmente a cualquiera que pase por delante de casa, no me tiro encima de un pisotón el plato de la comida, no voy manchando de babas por donde paso. Me gusta, en suma, mantener las distancias, permanecer en mi sitio. Prestigiarme, en una palabra.
Lo malo es que, a veces, como a todo el mundo, me ocurren cosas que querría evitar, porque luego me dan ganas de que se me trague la tierra. Como hace un rato, sin ir más lejos. Lo cuento aquí a modo de terapia, para no dejármelo dentro -me lo aconsejó mi madre: no te guardes las cosas para ti, cuéntalas-. Resulta que, chafardeando, he encontrado en el trastero una bolsa de plástico de ésas que les dan a los panolis en el supermercado. No sé cómo me las he gobernado, que he acabado metiendo la cabeza por una de las asas, y no había manera de sacarla: la bolsa me quedaba colgando por encima del lomo, con la abertura en dirección hacia delante.
Y a mí, no se me ocurre otra cosa que echar a correr, para ver si, con el impulso y la velocidad, la bolsa se me desprendía del cuerpo. Nada más lejos de la realidad: al yo correr, la bolsa se ha ido hinchando, de forma que, pasillo adelante, sólo debía verse una especie de globo de colores que avanzaba hacia el comedor. Y además, como la física no perdona, un efecto freno que te cagas. Por más que corría, apenas conseguía avanzar. Qué situación tan humillante.
Los panolis, que me han visto, han empezado a descojonarse. El calvo, llorando de risa, que si parecía un avión militar de ésos que aterrizan frenando con un paracaídas. Imagínate cómo me he sentido. Para qué contarte.
Al final, he conseguido quitarme la bolsa de encima. No voy a colgarme medallas: me he metido debajo del sofá. No he tenido valor de dar la cara. Las vergüenzas prefiero pasarlas en la intimidad.
Voy a tardar en recuperar mi autoestima después de este desagradable incidente, pero pienso conseguirlo. Para empezar, a la hora de la cena saldré dignísima y haré como que no ha pasado nada. Igual ya ni se acuerdan.
Etiquetas: esencias
4 comentarios:
Mientras no te asfixies... :S
Tranquila. Puedo ser torpe, pero no idiota :)
Sólo para que quede constancia, a mi una torpeza así no me ha pasado nunca y nunca he hecho el ridiculo de esa manera.... bueno sólo una vez que quise salir por la puerta del garje mientras esta estaba bajando, y claro al final me atrapó. Parecia el relleno de un bocata (de los buenos que una tiene pedigrí) y yo moviendo realizando unos graciosos movimientos como la Mengual cuando nada en la piscina... lo mismo, peró no llegué a ladrar, muy digna yo. Suerte que la hembra estaba por allí y me rescató, menudo susto le di aunque ahora me entra la risa cuando recuerdo la cara que puso jejeje... bueno lo cuento esto a modo de terapia, sale más barato.
Sí, es que tú, meter la cabeza por el asa de una bolsa de supermercado...difícil lo tienes...
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