martes, 12 de mayo de 2009

COTOS


El sábado, los panolis volvieron a media tarde de casa de los padres de la rubia. Como de vez en cuando me gusta darles cancha, me acerqué a los pies del calvo a ronronearle un poco. Que para qué: su pantalón echaba una peste a perro que te cagas. Me metí debajo del sofá y no salí hasta que se lo quitó.

Según cuentan, el perrucho ése ya está algo más crecido. Que debe ser cierto, porque ya te digo, apesta cosa mala. Qué asco de animales.

Y encima, ahora al calvo le ha dado por controlarme. Para joderme, deja siempre cerrado el armario del vestidor, y me quedo sin cajones ni toallas donde acostarme. Yo, la verdad, te diré que últimamente me columpiaba un poco: empecé metiéndome en el cajón de las bragas y últimamente ya dominaba el armario entero. Y además, desde la estantería de arriba, iba pescando con la pata los calcetines del calvo. Que cuando llegaba y veía la montaña de calcetines en medio de la habitación, se ponía que parecía que le iba a dar algo.

Es cierto que quizá me sobrestimo. Siempre pienso que lo voy a torear, y, de vez en cuando, le da por ponerse en su sitio.

Es lo que hacen todos los cobardes: atreverse con el más débil.

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jueves, 7 de mayo de 2009

REENCUENTROS


Aquí estoy otra vez. Sí, ya lo sé, te he tenido abandonadísimo. No esperes que te pida disculpas: ya sabes que no soy de ésas.

En todo este tiempo, no he escrito, básicamente, porque no me ha apetecido. Que no me ha dado la gana, vamos. Habrá sido el cambio de estación, vete a saber.

Pero en fin, lo que cuenta es aquí me tienes. Físicamente no he cambiado mucho. Algún gramo de más, algún centímetro más alta. Pero poca cosa. Ya llego casi al año, y según la veterinaria, mi crecimiento ha tocado techo. Es lo que hay.

Según los estándares, ya soy adulta. Yo, la verdad, me noto igual. Psicológicamente, quiero decir. Total, sigo haciendo lo que me da la gana.

Ahora he cogido la costumbre de acostarme en la estantería de las toallas. Como ya va entrando el buen tiempo, dan menos calor que las mantas, y son igual de mullidas, sino más.

El sofá lo tengo destrozado, y el canapé de la cama de matrimonio va por el mismo camino. Qué quieres: en algún sitio tendré que hacerme las uñas.

Y no me vengas con los rascadores ésos absurdos. En confianza, te diré que esos rascadores son una estafa total, un sacacuartos. Cualquier gato te los tiraría a la cara, si pudiera.

Los panolis siguen como siempre, a lo suyo. El calvo no hay manera de que adelgace, pero la cerveza no la deja, menuda barriga, y la rubia, yendo en bici, se ha lesionado una cadera. No sé qué del trocánter o algo así, yo es que a estas cosas no les presto mucha atención. Cada día va a la fisioterapeuta y sale igual que entra.

La rubia sigue con el cochezucho ése que se compró de segunda mano, te acordarás. Por las mañanas, al arrancarlo, hace un ruido que te cagas. No te quiero decir cuando, a veces, llega a las tantas de trabajar. La perra del vecino, en cuanto lo oye, se lía a ladrar. Y para que la pánfila ésa ladre.

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miércoles, 11 de marzo de 2009

COTAS


Lo afronto: soy baja. De poca estatura, vamos. A medida que me aproximo a mi primer año, voy dándome cuenta de que el crecimiento pasó a la historia. Me comparo con otros gatos que veo por la ventana, y la evidencia canta. Respecto a los machos, pierdo por más de una cabeza. A las hembras, a algunas más o menos las igualo, pero sin destacar nunca.

Puede que sea cosa de la raza, o vete a saber. El calvo se lo ha llegado a comentar a la veterinaria, temeroso quizá de tener una gata subdesarrollada. Y no: mi altura -escasa o no- es completamente normal. Pues bueno.

La verdad, asumiendo lo inevitable, prefiero esto a lo contrario: me dan repelús los gatos enormes. Parecen perros.

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miércoles, 18 de febrero de 2009

IMPOSTURAS


Al parecer, los padres de la rubia estrenan perro. Lo sé porque los panolis, el otro día, llegaron a casa comentándolo. Volvían de la visita quincenal, y todo eran referencias al chucho de los cojones: que qué mono, que qué simpático, que si parece el del anuncio del Scottex. Hasta se pusieron a ver fotos en el portátil, que yo, por supuesto, atisbé desde detrás del sofá.

El perro no deja de ser un sieteleches, aunque un ojo inexperto podría llegar a confundirlo con un cachorro de labrador. Yo, sin embargo, que, viniendo de la calle, estoy ducha en las diferentes razas de cánidos que pueblan la urbanización, advierto el tongo al kilómetro. La risión será cuando pasen los meses y el bicho apenas levante tres palmos del suelo, a años luz de la pretendida corpulencia que se le espera.

Los halagos, hay que decirlo, venían mucho más de la rubia que del calvo. Él, aunque sin llegar a mis extremos, tampoco soporta a los perros. No dejó de verlo gracioso, pero sin más.

El calvo y los perros es que no se llevan desde tiempos inmemoriales: de pequeño, les tenía pavor -de hecho, aún se lo tiene-. El calvo, es ver un perro de cierta talla y ya está acojonándose. Si no sale corriendo es por el qué dirán.

Una vez, a los cuatro o cinco años, cogió una enfermedad rarísima que lo tuvo en un tris de irse al otro barrio. El pediatra dictaminó que se la había contagiado un perro. El pasmo familiar fue grande: pero si no se acerca a uno a menos de quince metros. Según el médico, el parquecillo donde el calvo jugaba con la arena debía estar contaminado de tanto can que cagaba por allí, y de ahí la infección.

Ligando todo esto con el sieteleches del principio, parece que el animalito, de tan pequeño, no puede salir aún a la calle a aliviarse, así que se desahoga en un periódico. Va a ser por eso que el calvo siempre dice que cierta prensa sólo sirve para limpiarse el culo.

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jueves, 5 de febrero de 2009

VETOS


Desde hace un par de noches, un gato en celo viene a la ventana a darme el coñazo. No le he prestado gran atención: ni me he molestado siquiera en atisbar su aspecto entre las lamas de la persiana, pero desde luego, si el físico acompaña al sonido, mejor no molestarse.

A través de su maullido, deduzco que se trata de un gato gordo y no demasiado joven. A veces, hasta le cuesta mantener el tono y se viene abajo en medio del reclamo. Que menudo reclamo: suena como el coche del calvo antes de que le arreglaran la correa del ventilador. Una cosa que ponía los pelos de punta.

Lo bueno es que, como sabes, estoy esterilizada, así que, además de repugnarme ya de por sí, el elemento éste tiene cero posibilidades de despertar en mí algún instinto lejanamente erótico. Mis hormonas encabritantes brillan por su ausencia. Sí, qué pasa, no tengo ni tendré vida sexual. ¿Frustrada? Tu abuela.

Lo cierto es que, para ver a lo que llega el sexo felino, casi que me quedo como estoy. Me contaba mi madre que, cuando la montaban -porque siempre la montaban, no existe variedad postural alguna-, el fulano de turno encima le mordía el cuello, no fuera a escaparse. Demasiado buena era: a mí me hacen eso y del zarpazo que le doy en sus partes se le quitan las ganas de morder. Así mismo.

Además, la Madre Naturaleza, a las gatas, al contrario que a las primates superiores, nos ha negado el placer del orgasmo, lo que deriva el acto en un mero metesaca embarazador sin otro objeto que convertirnos en simples vehículos de transmisión de la especie. O sea: que has de aguantar un celo insufrible, a un gilipollas que se te eche encima, y, al final, te quedas como estabas y con un bombo múltiple. Tú me dirás si vale la pena. Yo, desde luego, me quedo con el celibato: para ese viaje no necesito alforjas.

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lunes, 2 de febrero de 2009

RECAÍDAS


Esta noche, E. ha vuelto a aparecerse en los sueños del calvo. Él, rebobinado a su preadolescencia, con una carta de amor en la mano, llegaba al domicilio de la niña, que, contra pronóstico, lo recibía con cordialidad. Acto seguido, el calvo le entregaba la carta, que ella leía con arrobo, para, al terminar, proclamar que sí, que lo correspondía, que, secretamente, se había enamorado de él en el mismo instante en que se conocieron, el primer día de parvulario. El calvo, maravillado, escuchaba por fin las palabras que durante tantos años había anhelado: serían novios, irían al cine y al parque de la mano, ante los ojos de todos.

Tras un casto beso en los labios, E. lo acompañaba hasta la puerta, donde su madre, encantada, daba al calvo la bienvenida al clan. Tras la despedida a tres bandas, el calvo esperaba el ascensor, incapaz de asimilar tanta felicidad.

En ese momento, el calvo ha sentido caerle el orbe sobre los hombros. Aterrorizado ante el sobresalto producido por un estruendo de origen desconocido, se ha incorporado tirando las mantas -y a mí con ellas- al suelo. Sobre la mesilla de noche, el móvil de la rubia, olvidado, recibía una llamada. El teléfono, en modo vibrador, transmitía su frenético movimiento a la mesilla, que, a su vez, lo proyectaba en el parquet, unido todo el conjunto en un runrún enloquecedor.

Con el corazón saliéndosele del pecho, ha apagado el móvil y ha llamado a la rubia al trabajo para avisarla del descuido. Poco a poco, su respiración ha ido acompasándose. Aterido ante el atracón de realidad, indignado, asqueado ante la enésima reapertura de la herida, ha considerado correr a la cocina a apurar la botella de vino que abrió anoche para la cena. Al final, ha desechado la idea en beneficio de una vulgar tila.

Y cómo sé yo todo esto, dirás. No tengo, no, dotes clarividentes: él mismo, a falta de otra compañía con la que desahogarse, me lo ha contado. Mientras me relataba cómo, hacía escasos segundos, su ya suegra le acariciaba afectuosamente el hombro, invitándolo a la paella familiar del domingo, me mantenía inmovilizada reteniéndome las patas delanteras con ambas manos.

Cuando por fin me ha dejado libre, he ido a la cocina a beber agua. A mí es que el patetismo ajeno tiende a darme sed. Me ha parecido oír unos sollozos, pero no he hecho caso.

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viernes, 30 de enero de 2009

RASTROS


La rubia lleva un tiempo enganchada al Facebook ése. El calvo, sin embargo, se resiste. Y no es porque no le guste chafardear en las vidas ajenas -que le pierde-, sino que le inquieta que sus antiguos compañeros del colegio lo juzguen poca cosa, a la luz de sus circunstancias.

Y, a decir verdad, tampoco me extraña: de sus excondiscípulos, el que no es escritor, trabaja en Estados Unidos. Hay médicos, notarios, diplomáticos y hasta presentadores. El calvo, ante la comparación, opta por lo de siempre: esconderse.

Es, ya sabes, persona de cortos recorridos. Su currículum cabe en un sello.

Consciente de sus carencias, cuando puede, se da postín. Como con una prima suya, diez años menor, a la que trata de deslumbrar cuando chatean por el Messenger. A la que puede, el calvo mete una frase en inglés, o se hace el interesante citando una película de Truffaut. A mí es que Truffaut me apasiona, dice, esperando impresionar a su prima. ¿Has visto Los cuatrocientos golpes?, es una obra fundamental, remata.

Cuando apaga el ordenador, el calvo, liberado ya de cualquier escrutinio, se tumba en el sofá. Aparta las revistas de coches con el pie, se rasca la entrepierna y enciende la tele para ver un reality con una cerveza en la mano. Y sí, también eructa.

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viernes, 23 de enero de 2009

VISIONES


El calvo lleva ya unos cuantos meses que duerme como el culo, no sé si lo he comentado alguna vez. Es que a veces me repito, soy consciente: falta de atención, ya me lo decía mi madre.

Pues eso, que apenas pega ojo. Se acuesta y se pasa las horas dando vueltas, con lo que tampoco deja dormir a la rubia, que, con el humor que se gasta, acaba montándole un pollo que te cagas. A veces, por probar -y por evitar broncas-, el calvo se queda toda la noche en el sofá, a ver si el cambio de escenario ayuda. Pero quia: más de lo mismo.

En el sofá, se tapa con un par de mantuchas, acurrucado en posición fetal. Yo, que no es por decirlo, pero estoy a la que salta, aprovecho y me tumbo encima, porque, como sabes, sus lorzas lo hacen confortabilísimo. Al final, mal que bien, se duerme, y ahí empieza lo peor.

El poco rato que logra dormir, el calvo se lo pasa soñando. Unos sueños delirantes, que conozco porque, por las mañanas, se los cuenta compulsivamente a la rubia. Sueña, por ejemplo, con la primera vez que una niña le dio calabazas, cuando tenía trece años. Fue el primero de su ya legendaria serie de fracasos vitales, sin viso alguno de terminar en un futuro próximo. Según comenta, por las noches se le aparece la niña, E. -pongo sólo la inicial por si las demandas: no soy gilipollas-, diciéndole que lo suyo es imposible, que son demasiado jóvenes. Que si tuvieran ya los catorce, otro gallo cantara. El calvo se pasó ese año de hormonas encabritadas contando los días. Cuando por fin llegó la fecha prometida, la muy ladina volvió a obviarlo, esta vez sin molestarse en dar razón alguna.

Se despierta gimoteando, entre sudores.

Esta mañana, sin ir más lejos, mientras desayunaba, ha contado cómo anoche soñó que se presentaba desnudo al último examen de la carrera. Entraba en el aula en pelotas, llevando sólo el DNI en una mano y un boli en la otra. Luego, incapaz de contestar una sola pregunta, dejaba la hoja en blanco y se iba corriendo, entre las risas de sus compañeros.

A veces me pregunto si estoy en buenas manos.

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martes, 13 de enero de 2009

ABISMOS


A los panolis, definitivamente, se les ha jodido la venta del piso. Una catástrofe, según ellos. A mis ojos, no hay cambio alguno: sigo viéndolos igual de pringados. Dura lex, sed lex.

En el fondo, ellos sabían que la cosa no iba a salir. Tanta buena suerte, en su caso, no es posible. La rubia, mismamente: de verse en un todoterrenazo, a comprarse deprisa y corriendo un cochezucho de dos mil euros, para salir del paso. Ya sabes que el suyo se lo destrozaron no hace mucho. Lo que te digo: que los ha mirado un tuerto.

Estos días, el calvo la lleva a que le hagan ejercicios de rehabilitación, porque ha quedado algo tocada del cuello. Cada día, a mediodía, se montan en el coche de él -el superviviente-, y a la clínica. El calvo, así, ejerce de marido solícito, que no le viene mal, de tanto en tanto.

La rubia, estar de baja es algo que lleva fatal. Como es de natural hiperactivo -qué diferencia con el otro, a medio camino entre humano y koala-, eso de pasarse el día en el sofá como que no va con ella. Así va, toda dejada, con una ropa de estar por casa que da repelús.

Yo, por mi parte, le he cogido gusto a subirme a la cornisa de la chimenea. Está calculado: del brazo del sofá, a la tele, de la tele, a la cornisa. Desde allí, al lado del Buda dorado -al calvo es que lo dorado lo pierde: es como las urracas- puedo contemplar todo el salón. Me da una sensación de poder que te cagas.

Parece mentira lo que hace ver las cosas desde las alturas.

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jueves, 1 de enero de 2009

ETAPAS


Parece ser que ha cambiado el año. A mí me la refanfinfla, pero lo que es, es. Ya ves tú la novedad. Un número de cuatro cifras, qué importancia tendrá para regir la vida del mundo entero. Una más de tantas gilipolleces que no ocurrirían si los gatos domináramos la Tierra.

Pero bueno, analizando la situación, veo mal a los panolis. Cuando lo tenían en la mano, ha vuelto a complicarse lo del piso. Encima, a la rubia le dieron un golpe con el coche y ahora lleva collarín. El coche, a la chatarra.

La verdad, esta gente a veces me preocupa. Los veo tan indefensos, en sus penurias, que hasta, muy de vez en cuando, me darían ganas de hacer algo por ellos. Conmigo no se portan mal: hago lo que me da la gana. Cuando quiero comer, como, cuando quiero arañar, araño. Es tal su desazón que, como te digo, les tengo ternura. Hay que ver cómo me ablando. Deben ser las fechas.

Y qué coño, la razón última: es que si ellos van a la ruina, yo caigo detrás. A ver quién me compra el pienso que como. De a catorce euros la bolsa, de veterinario, nada de Mercadonas ni Carrefures. Si es que como mil veces mejor que ellos, que rara vez pasan de la marca blanca. Lo que te comento: que me llevan entre algodones. Va a ser porque no tienen hijos, y descargan en mí las paternidades frustradas. De cajón.

A ver si se soluciona el tema económico y los veo respirar algo más tranquilos. Como promesa de Año Nuevo, me he propuesto ser más empática. A ver lo que duro.

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