miércoles, 18 de febrero de 2009

IMPOSTURAS


Al parecer, los padres de la rubia estrenan perro. Lo sé porque los panolis, el otro día, llegaron a casa comentándolo. Volvían de la visita quincenal, y todo eran referencias al chucho de los cojones: que qué mono, que qué simpático, que si parece el del anuncio del Scottex. Hasta se pusieron a ver fotos en el portátil, que yo, por supuesto, atisbé desde detrás del sofá.

El perro no deja de ser un sieteleches, aunque un ojo inexperto podría llegar a confundirlo con un cachorro de labrador. Yo, sin embargo, que, viniendo de la calle, estoy ducha en las diferentes razas de cánidos que pueblan la urbanización, advierto el tongo al kilómetro. La risión será cuando pasen los meses y el bicho apenas levante tres palmos del suelo, a años luz de la pretendida corpulencia que se le espera.

Los halagos, hay que decirlo, venían mucho más de la rubia que del calvo. Él, aunque sin llegar a mis extremos, tampoco soporta a los perros. No dejó de verlo gracioso, pero sin más.

El calvo y los perros es que no se llevan desde tiempos inmemoriales: de pequeño, les tenía pavor -de hecho, aún se lo tiene-. El calvo, es ver un perro de cierta talla y ya está acojonándose. Si no sale corriendo es por el qué dirán.

Una vez, a los cuatro o cinco años, cogió una enfermedad rarísima que lo tuvo en un tris de irse al otro barrio. El pediatra dictaminó que se la había contagiado un perro. El pasmo familiar fue grande: pero si no se acerca a uno a menos de quince metros. Según el médico, el parquecillo donde el calvo jugaba con la arena debía estar contaminado de tanto can que cagaba por allí, y de ahí la infección.

Ligando todo esto con el sieteleches del principio, parece que el animalito, de tan pequeño, no puede salir aún a la calle a aliviarse, así que se desahoga en un periódico. Va a ser por eso que el calvo siempre dice que cierta prensa sólo sirve para limpiarse el culo.

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jueves, 5 de febrero de 2009

VETOS


Desde hace un par de noches, un gato en celo viene a la ventana a darme el coñazo. No le he prestado gran atención: ni me he molestado siquiera en atisbar su aspecto entre las lamas de la persiana, pero desde luego, si el físico acompaña al sonido, mejor no molestarse.

A través de su maullido, deduzco que se trata de un gato gordo y no demasiado joven. A veces, hasta le cuesta mantener el tono y se viene abajo en medio del reclamo. Que menudo reclamo: suena como el coche del calvo antes de que le arreglaran la correa del ventilador. Una cosa que ponía los pelos de punta.

Lo bueno es que, como sabes, estoy esterilizada, así que, además de repugnarme ya de por sí, el elemento éste tiene cero posibilidades de despertar en mí algún instinto lejanamente erótico. Mis hormonas encabritantes brillan por su ausencia. Sí, qué pasa, no tengo ni tendré vida sexual. ¿Frustrada? Tu abuela.

Lo cierto es que, para ver a lo que llega el sexo felino, casi que me quedo como estoy. Me contaba mi madre que, cuando la montaban -porque siempre la montaban, no existe variedad postural alguna-, el fulano de turno encima le mordía el cuello, no fuera a escaparse. Demasiado buena era: a mí me hacen eso y del zarpazo que le doy en sus partes se le quitan las ganas de morder. Así mismo.

Además, la Madre Naturaleza, a las gatas, al contrario que a las primates superiores, nos ha negado el placer del orgasmo, lo que deriva el acto en un mero metesaca embarazador sin otro objeto que convertirnos en simples vehículos de transmisión de la especie. O sea: que has de aguantar un celo insufrible, a un gilipollas que se te eche encima, y, al final, te quedas como estabas y con un bombo múltiple. Tú me dirás si vale la pena. Yo, desde luego, me quedo con el celibato: para ese viaje no necesito alforjas.

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lunes, 2 de febrero de 2009

RECAÍDAS


Esta noche, E. ha vuelto a aparecerse en los sueños del calvo. Él, rebobinado a su preadolescencia, con una carta de amor en la mano, llegaba al domicilio de la niña, que, contra pronóstico, lo recibía con cordialidad. Acto seguido, el calvo le entregaba la carta, que ella leía con arrobo, para, al terminar, proclamar que sí, que lo correspondía, que, secretamente, se había enamorado de él en el mismo instante en que se conocieron, el primer día de parvulario. El calvo, maravillado, escuchaba por fin las palabras que durante tantos años había anhelado: serían novios, irían al cine y al parque de la mano, ante los ojos de todos.

Tras un casto beso en los labios, E. lo acompañaba hasta la puerta, donde su madre, encantada, daba al calvo la bienvenida al clan. Tras la despedida a tres bandas, el calvo esperaba el ascensor, incapaz de asimilar tanta felicidad.

En ese momento, el calvo ha sentido caerle el orbe sobre los hombros. Aterrorizado ante el sobresalto producido por un estruendo de origen desconocido, se ha incorporado tirando las mantas -y a mí con ellas- al suelo. Sobre la mesilla de noche, el móvil de la rubia, olvidado, recibía una llamada. El teléfono, en modo vibrador, transmitía su frenético movimiento a la mesilla, que, a su vez, lo proyectaba en el parquet, unido todo el conjunto en un runrún enloquecedor.

Con el corazón saliéndosele del pecho, ha apagado el móvil y ha llamado a la rubia al trabajo para avisarla del descuido. Poco a poco, su respiración ha ido acompasándose. Aterido ante el atracón de realidad, indignado, asqueado ante la enésima reapertura de la herida, ha considerado correr a la cocina a apurar la botella de vino que abrió anoche para la cena. Al final, ha desechado la idea en beneficio de una vulgar tila.

Y cómo sé yo todo esto, dirás. No tengo, no, dotes clarividentes: él mismo, a falta de otra compañía con la que desahogarse, me lo ha contado. Mientras me relataba cómo, hacía escasos segundos, su ya suegra le acariciaba afectuosamente el hombro, invitándolo a la paella familiar del domingo, me mantenía inmovilizada reteniéndome las patas delanteras con ambas manos.

Cuando por fin me ha dejado libre, he ido a la cocina a beber agua. A mí es que el patetismo ajeno tiende a darme sed. Me ha parecido oír unos sollozos, pero no he hecho caso.

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