lunes, 2 de febrero de 2009

RECAÍDAS


Esta noche, E. ha vuelto a aparecerse en los sueños del calvo. Él, rebobinado a su preadolescencia, con una carta de amor en la mano, llegaba al domicilio de la niña, que, contra pronóstico, lo recibía con cordialidad. Acto seguido, el calvo le entregaba la carta, que ella leía con arrobo, para, al terminar, proclamar que sí, que lo correspondía, que, secretamente, se había enamorado de él en el mismo instante en que se conocieron, el primer día de parvulario. El calvo, maravillado, escuchaba por fin las palabras que durante tantos años había anhelado: serían novios, irían al cine y al parque de la mano, ante los ojos de todos.

Tras un casto beso en los labios, E. lo acompañaba hasta la puerta, donde su madre, encantada, daba al calvo la bienvenida al clan. Tras la despedida a tres bandas, el calvo esperaba el ascensor, incapaz de asimilar tanta felicidad.

En ese momento, el calvo ha sentido caerle el orbe sobre los hombros. Aterrorizado ante el sobresalto producido por un estruendo de origen desconocido, se ha incorporado tirando las mantas -y a mí con ellas- al suelo. Sobre la mesilla de noche, el móvil de la rubia, olvidado, recibía una llamada. El teléfono, en modo vibrador, transmitía su frenético movimiento a la mesilla, que, a su vez, lo proyectaba en el parquet, unido todo el conjunto en un runrún enloquecedor.

Con el corazón saliéndosele del pecho, ha apagado el móvil y ha llamado a la rubia al trabajo para avisarla del descuido. Poco a poco, su respiración ha ido acompasándose. Aterido ante el atracón de realidad, indignado, asqueado ante la enésima reapertura de la herida, ha considerado correr a la cocina a apurar la botella de vino que abrió anoche para la cena. Al final, ha desechado la idea en beneficio de una vulgar tila.

Y cómo sé yo todo esto, dirás. No tengo, no, dotes clarividentes: él mismo, a falta de otra compañía con la que desahogarse, me lo ha contado. Mientras me relataba cómo, hacía escasos segundos, su ya suegra le acariciaba afectuosamente el hombro, invitándolo a la paella familiar del domingo, me mantenía inmovilizada reteniéndome las patas delanteras con ambas manos.

Cuando por fin me ha dejado libre, he ido a la cocina a beber agua. A mí es que el patetismo ajeno tiende a darme sed. Me ha parecido oír unos sollozos, pero no he hecho caso.

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2 comentarios:

Anonymous Anónimo ha dicho...

hija, qué cruel eres.

5 de febrero de 2009, 15:24  
Blogger MINA ha dicho...

¿Cruel?

Yo que tú lo arrastraba.

5 de febrero de 2009, 16:47  

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